
La intriga me supera. Sentado en el último asiento del auto escucho la radio que hace la previa del partido de Liga. El sol se pone y al acercarme al estadio veo como cada vez más, los otros carros y los demás hinchas empiezan a vivir una fiesta anticipada.
Me asombran las banderas, silbidos, bocinazos y los cánticos de centenares de personas que alientan al equipo, y sin querer, contagian a los demás espectadores que concurren en masa a la contienda. Es un ruido infernal, una constante que no cesa, no da respiro.
Sin darme cuenta, anonadado por esa masa colorida y alborotada, mis ojos divisan a lo lejos algo espectacular, un gigante, un monstruo blanco que me hace sentir tan diminuto e insignificante; para colmo, éste no para de rugir.
Al ingresar al estacionamiento mis palpitaciones son cada vez más fuertes.
Ahora empiezo a nadar en un mar de personas que llevan una casaca blanca.
Es eminente, en un par de pasos estaré dentro de un coloso.
Ingreso por una de las entradas, subo las escaleras y continúo avanzando, lo único que veo son los dorsales de las camisetas mientras me acerco a lo más esperado, nunca vivido y difícil de imaginar.
Mis ojos se encandilan con la iluminaria. Lo primero que veo es un manto verde, grande, elegante, que no da muestras de irregularidades. Este se extiende por toda la superficie y lleva parches de color blanco que limitan su contorno, mientras exhiben sus dibujos de circunferencias y rectángulos distribuidos en su pliego.
Creyendo verlo todo, en unas milésimas de segundo subo la cabeza y me encuentro con algo más maravilloso aun, una edificación espléndida repleta de personas que hacen un sólo cuerpo, llevando los colores de la U.
Es nada menos que el Estadio de Ponciano, la Casa Blanca, lugar donde funciona la bordadora, ésta que no deja de hilar hazañas.
Me asombran las banderas, silbidos, bocinazos y los cánticos de centenares de personas que alientan al equipo, y sin querer, contagian a los demás espectadores que concurren en masa a la contienda. Es un ruido infernal, una constante que no cesa, no da respiro.
Sin darme cuenta, anonadado por esa masa colorida y alborotada, mis ojos divisan a lo lejos algo espectacular, un gigante, un monstruo blanco que me hace sentir tan diminuto e insignificante; para colmo, éste no para de rugir.
Al ingresar al estacionamiento mis palpitaciones son cada vez más fuertes.
Ahora empiezo a nadar en un mar de personas que llevan una casaca blanca.
Es eminente, en un par de pasos estaré dentro de un coloso.
Ingreso por una de las entradas, subo las escaleras y continúo avanzando, lo único que veo son los dorsales de las camisetas mientras me acerco a lo más esperado, nunca vivido y difícil de imaginar.
Mis ojos se encandilan con la iluminaria. Lo primero que veo es un manto verde, grande, elegante, que no da muestras de irregularidades. Este se extiende por toda la superficie y lleva parches de color blanco que limitan su contorno, mientras exhiben sus dibujos de circunferencias y rectángulos distribuidos en su pliego.
Creyendo verlo todo, en unas milésimas de segundo subo la cabeza y me encuentro con algo más maravilloso aun, una edificación espléndida repleta de personas que hacen un sólo cuerpo, llevando los colores de la U.
Es nada menos que el Estadio de Ponciano, la Casa Blanca, lugar donde funciona la bordadora, ésta que no deja de hilar hazañas.